Aristóteles fijó tres modos del alma.
Pero tú no necesitas eso.
Esta es la segunda vez
que escribo desde el mismo sitio,
habitación 243, tercera planta,
mismo hospital.
La última vez que pasé por aquí,
la noche me cegó los ojos. Hoy
no puedo levantarme,
así que me he serrado la piel sin darme cuenta.
No es la última vez que visitaré esta triste planta,
no es la última vez que veré personas dejándose llevar
con la sonrisa forzada, pidiendo humo, yeso y clavos metálicos.
Sentado, frente a mi hermano enfermo,
juntos esnifamos incienso de hospital.
Nos colocamos de profundidad purificada,
retorcidos hasta esquivarnos,
apretando fuerte las pestañas,
cerrando la puerta a los fantasmas del oído,
a los fantasmas del tacto, a los fantasmas del delirio,
a los fantasmas del miedo, enmudecidos.
Aquí la desgracia no tiene nombre, se hace gesto,
es el reflejo paralítico que se crea cuando miro de tu fondo
la mirada torcida, el peso amorfo de los años
ese corazón latente, ahora angustiado.
Solos. Tú y yo en este teatro de piedra esterilizada.
Tú, yo y el estagirita revolcando sus teorías
para que no parezcan falsas.
Pero tú escucha.
Memoriza aunque no puedas estos versos
para cuando esto haya terminado. Memoriza esta camilla
y estos tubos de ensayo, estos hierros y esta mano soporífera que te alivia
y muere, y cuando hayas muerto, mira al griego fijamente,
dile que se equivocó de largo,
cógelo, toma su mano, y borra su cara de estupefacción
escupiéndole a la cara un trozo de este plástico.
De Cristian Palazzi. 2007.