Article publicat al diari Público
La historia siempre corrige la memoria. Decía García Márquez que uno es lo que recuerda. Y es cierto, pero sólo en lo interior. Hacia fuera, en el mundo, uno es lo que ha sido, la suma de impactos que hacen mella en los demás y en el paisaje. Por eso la historia corrige la memoria. La memoria, a lo sumo, es un refugio, una guarida contra las historias desgraciadas. Contra las historias que escriben los vencedores. La memoria es el lugar húmedo y degradado, parcial, en el que se arma el carácter. La última trinchera interior. Pero la memoria nunca, nunca, corrige la historia. Existen los engaños colectivos, existen inflexiones del tiempo en las que se impone un relato falso, memorioso y poco histórico, existen las grandes alucinaciones colectivas, y la imposibilidad de saber qué ocurrió exactamente, pero antes o después, la historia, con su verdad, con su fuerza emergente, vuelve para recordar a los pueblos que no son sólo lo que recuerdan, ni mucho menos lo que recuerdan sus líderes. Los pueblos son lo que han sido, la mella que han dejado; la muesca y los instintos y las ignorancias y las atávicas violencias que la conforman.
Luego están los individuos y sus agravios. Los clanes y sus agravios. Las tribus y sus agravios. La intención del Gobierno y de sus adláteres parlamentarios de promulgar una ley de la memoria histórica es un sinsentido, porque se fundamenta en un pueril pensamiento adánico: la insensatez de creer que se puede empezar el relato de nuevo, con la ayuda de la memoria, para construir una suerte de historia oficial, que reparta ternura y consuelo a los atrincherados en memorias heridas, pobladas de vejaciones horripilantes. No hay ley que desentumezca los recuerdos agazapados en trincheras de silencio durante 40 años. Pretenderlo es pretender modificar las memorias, crear nuevos agravios, fundamentarse en la mentira piadosa, negar la historia y propulsar nuevos fracasos colectivos. Tan poco ha aprendido España. Pero éste es apenas el último de los errores que se han cometido con la historia de la guerra civil.
Mi generación ha estudiado toda su formación en democracia. Parvulario, escuela, instituto, universidad. Graduado, bachiller, licenciado, doctorado. Los programas, los contenidos y las formas de la historia han sido elaborados por demócratas, desde lo democrático y hacia lo democrático. La transición, éxitos aparte, fue una eclosión de adanismo. También muchas familias. Nuestros padres, los políticos y los naturales, quisieron subsanar en nosotros sus carencias; y nos negaron la exploración del mal, del mal en España. El silencio de nuestros abuelos con nuestros padres, y el silencio de nuestros padres con nosotros, se creyó arreglar con libros de texto democráticos. Si no se acuerdan de los agravios, pensaron los adanes de nuestra era, no repetirán la violencia. Pero ay, la historia se hace eco en las palabras, las calles, los gestos; y eso no hay ley que lo cambie. Se nos dijo que la violencia era toda mala, y era cierto, pero se nos dijo también que toda violencia era igual; y no lo es. Si de la guerra civil restamos la violencia, sólo nos queda el alzamiento de Franco y la nostalgia de la República. Y eso no es historia, no es la comprensión de las causas, no nos dice apenas nada de España. Que hoy tengamos una ley de la memoria histórica sólo excita el resentimiento de la memoria; que sea una ley compensatoria, parcial, aunque nos favorezca en algunos de sus presupuestos, nos lleva de cabeza a la banalización de nuestro pasado y abre las posibilidades de repetirlo. Comprender el porqué de la violencia, dedicar el escalpelo a inferir el mal, nos permite reconocernos, salir de la trinchera, y construir una memoria monumental que asuma lo peor y lo mejor. ¿No es el arco de triunfo de París un monumento genocida? ¿No es la política alemana una comprensión radical de su mal? ¿No es Suráfrica una dinamo de perdón?
Nuestros políticos, a izquierda y a derecha, quieren jugar con la historia. No comprenden que es al revés: la historia juega con ellos. Sus ansias de contentar las memorias de los suyos son el último episodio de una democracia débil, sustentada en un frágil equilibrio de olvidos y gestos grandilocuentes vacíos de contenido, de derecho y de aplicabilidad. Pero lo peor es una educación aséptica, que cree formar a demócratas fundadores de nuevos civismos; cuando en realidad sólo excreta ignorantes. Incapaces de comprender el mal del que son hijos, ni los esfuerzos que ha implicado la supervivencia de su estirpe. Sin memoria, sin historia. Sin carácter. Preparados para nuevas violencias.
Decía Goethe que la principal diferencia entre períodos históricos radica en si están presididos por la confianza o por el resentimiento. Los primeros, brillantes, progresivos, fructíferos. Los segundos desaparecen sin dejar rastro; porque a la larga nadie se preocupa de lo ineficaz y lo infructífero. Los crecidos en democracia nos negamos a ser hijos de vuestro resentimiento; y, mucho menos de vuestro olvido.